TARTALO AGRADECIDO

EL TARTARO AGRADECIDO

Behenafarroa

De nuevo nos encontramos aquí con un cuento en donde aparece un gigante con un solo ojo en mitad de la frente: Tartaro. Pero, ¿quién es Tartaro? Según defiende Jean Barbier en su obra «Legèndes du Pays Basque», para algunos no era más que un primo de Polifemo o, más sencillamente, de los mineros de Sicilia. Con sus grandes linternas en la cabeza, los mineros han vagado por las entrañas de los montes cantábricos desde la época de los romanos.

La mente popular ha encarnado en Tartaro las temidas fuerzas de la naturaleza que no tenían explicación para los antiguos.

AI igual que muchos otros, vivían en Behenafarroa un padre, una madre y sus tres hijos.

Un día, el padre salió de caza y se encontró con un enorme tartaro que tenía un solo ojo en medio de la frente. Lo llevó a su casa, lo encerró en el establo y avisó a todos sus parientes y amigos para que fueran a cenar a su casa al día siguiente, porque, después de la cena, les quería mostrar un animal fantástico.

Temprano por la mañana, Garsea, el hijo más joven de la casa, se acercó al establo y observó por una rendija a la bestia que su padre decía que había cazado. Al instante, sintió mucha lástima por el gigante encerrado.

—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó.

—Devuélveme mi libertad —le respondió el tartaro.

—Yo no tengo la llave —respondió Garsea.

—Seguro que estará colgada en el clavo de las llaves. ¡Ve a buscarla!

Garsea encontró la llave en el clavo y liberó al tartaro.

—¡Gracias, amigo mío! —le dijo éste—. De ahora en adelante, yo seré tu servidor. Llámame cada vez que me necesites.

Al llegar la noche, la casa estaba engalanada para recibir a los invitados. Después de la cena, el dueño llevó a sus parientes y amigos a ver al tartaro, pero se encontraron el establo vacío. La vergüenza y la rabia del dueño fueron tan grandes que dijo:

—¡Me gustaría comer crudo y sin sal el corazón de aquél que ha dejado escapar a mi bestia!

Garsea sintió un gran miedo al escuchar las palabras enfurecidas de su padre, y se marchó de casa. Anduvo mucho tiempo, y pronto sintió hambre y mucho cansancio. No sabía qué hacer cuando, de pronto, recordó las palabras del gigante y lo llamó a gritos.

—¡Tartaro! ¡Tartaro! Tartaro!

El gigante con un solo ojo en medio de la frente se presentó delante de él, y Garsea le contó lo que había ocurrido.

—Un poco más lejos encontrarás una ciudad en la que vive un rey. Entrarás a su servicio como jardinero. Arrancarás todo lo que haya en el jardín y, al día siguiente, brotarán tres hermosas flores. Se las llevarás a las tres hijas del rey, y darás la más bella a la hija más pequeña.

El joven hizo lo que le dijo el tartaro. Se presentó en el castillo y pidió la plaza de jardinero. Luego, arrancó todas las plantas y verduras que allí había. Al día siguiente brotaron tres maravillosas rosas como jamás nadie había visto en la región. Garsea llevó las flores a las princesas y entregó la más hermosa a la menor, enamorándose de sus grandes ojos.

Un día se anunció en la ciudad que la menor de las hijas del rey sería entregada al dragón que una vez cada siete años salía de su guarida y arrasaba la comarca. Desesperado, el joven llamó al tartaro y le contó lo que ocurría. El gigante le entregó un caballo, un hermoso traje y una espada reluciente. Luego le dijo:

—Ve esta noche al bosque, escóndete y mata al dragón en cuanto asome la cabeza por la entrada de su cueva.

Garsea siguió las instrucciones de su amigo y fue al bosque de noche, se escondió detrás de unos arbustos y esperó. Al día siguiente, a una hora temprana, unos soldados del rey condujeron a la princesa y la dejaron atada a un árbol justo delante de la entrada de la cueva, antes de marcharse de allí a toda velocidad.

Poco después, el dragón asomó la cabeza y Garsea se la rebanó de un tajo. Después, cortó las amarras que aprisionaban a la joven y se marchó. La princesa, que no lo había reconocido, regresó al castillo, donde su padre la recibió con gran alegría, e hizo anunciar que su hija se casaría con el valiente caballero que había matado al dragón, pero nadie se presentó. Entonces, el rey hizo colgar un anillo de una campana y ofreció la mano de su hija a quien fuera capaz de atravesarlo con una lanza.

Garsea llamó al tartaro y éste le dio un nuevo caballo, mucho más rápido y hermoso que el anterior, un traje y una lanza plateada.

Llegó el día de la prueba. Habían acudido muchos candidatos desde todos los puntos de Euskal Herria, y cada uno de ellos esperaba ser el vencedor, pero ensartar con una lanza un anillo colgado del badajo de una campana era más difícil de lo que habían imaginado. Llegó, por fin, el turno de Garsea. Montado sobre el caballo del tartaro, pasó tan veloz que los espectadores apenas pudieron verle, y ensartó el anillo con limpieza; pero, en lugar de detenerse, siguió galopando.

—¡Padre! —gritó la princesa—, ¡Se va!

El rey lanzó su dardo e hirió a Garsea en la pierna, pero el joven no se detuvo y desapareció en el bosque. La princesa fue al jardín para llorar a solas, pues se había enamorado del valeroso desconocido que le había salvado la vida, y se encontró con el jardinero que cojeaba. Al preguntarle qué le ocurría, él respondió que se había pinchado con una espina.

Sospechando que el joven ocultaba algo, la princesa pidió a su padre que averiguase el mal del jardinero. El rey lo mandó llamar y le ordenó que le mostrase la herida; para su sorpresa, vio que aún tenía la punta de su dardo clavada en el muslo.

Una vez aclarado todo el asunto, se hicieron los preparativos para la boda, y Garsea pidió que invitasen a su familia, ordenando a los sirvientes que a su padre le sirvieran un corazón de cordero crudo y sin sal. El padre se sintió ofendido al ver que a él le servían semejante cosa, y entonces su hijo, a quien no había reconocido, le dijo:

—Ah, padre... ¿No recuerdas que dijiste que te comerías el corazón crudo y sin sal de aquél que había dejado escapar al tartaro? Fui yo, y he de decirte que, sin él, ni tú ni yo estaríamos hoy aquí sentados a la mesa del rey.

Todos fueron felices a partir de entonces, y el tartaro continuó velando por ellos mientras vivieron.

Martinez de Lezea, Toti - Leyendas de Euskal Herria