La Lamia y el Cantero
En las leyendas de Iparralde (País Vasco Francés), las o los lamias —puesto que su sexo no está claramente definido— no son, como en Hegoalde (Navarra, Alava, Vizcaya, Guipuzcoa), hermosas doncellas de largos y sedosos cabellos rubios que peinan con un peine de oro cerca de las fuentes y tienen los pies de pato... Las lamias de Iparralde son más bien gnomos o geniecillos de pequeño tamaño a los que hay que temer, aunque no son especialmente malévolos. Les llaman lamiñak o lamiñakuak.
Hace mucho tiempo vivía un cantero en un pueblecito de Zuberoa llamado Zuraide, cerca de Ezpeleta. A pesar de que su trabajo era muy apreciado y necesario, el cantero no estaba satisfecho porque, según él, tenía un oficio muy duro y fatigoso.
En aquella época había muchos lamiñaku en Euskal Herria, y uno de ellos escuchó las quejas del hombre y se presentó ante él.
—¿Qué es lo que té pasa? —le preguntó—. ¿No estás contento?
—Pues, verás —respondió él—, esto de picar la piedra cansa mucho y apenas ganó para vivir bien. ¡Ojalá fuera yo rico!
—Si eso es lo que deseas —dijo el lamiñaku—, eso serás.
Y le hizo rico.
Al principio, el cantero creyó soñar, pero enseguida se acostumbró. Siempre es fácil acostumbrarse a lo bueno. Tener dinero, una hermosa casa, criados... era muy agradable. Pero, al cabo de algún tiempo, se cansó de su nueva posición.
—Ahora soy rico, sí—pensó el cantero—, pero no soy poderoso.
El lamiñaku se le apareció de nuevo.
—Y ahora, ¿por qué te quejas? —le preguntó.
—Bueno..., verás... Soy rico, y eso está bien —respondió el hombre—, pero me gustaría ser más poderoso. ¡Ojalá fuera yo emperador!
Y el lamiñaku lo hizo emperador.
El cantero estaba feliz, ¡era emperador! Tenía todo lo que quería, y todo el mundo obedecía sus órdenes.
Llegó el verano, y aquél fue un verano muy caluroso. El cantero no podía encontrar ningún rincón fresquito en su palacio.
—Verdaderamente —se dijo—, si el sol puede molestar al emperador es porque el sol es más poderoso. ¡Ojalá fuera yo sol!
El lamiñaku, que estaba cerca, escuchó su deseo y lo hizo sol.
El cantero empezó a disfrutar siendo sol cuando, en esto, una nubécula se colocó delante de él y lo ocultó. El hombre-rico-emperador-sol pensó que si una nubécula podía taparle era porque la nubécula era más poderosa que el sol, y deseó ser nube.
El lamiñaku lo hizo nube.
Al cantero le agradó su nueva posición. Ser nube era muy divertido: podía deslizarse por el cielo, lanzar rayos y lluvia sobre la tierra y mojar a todo el mundo. En eso, se fijó en una gran roca que, impasible, aguantaba el chaparrón. Pensó que la roca era más poderosa que la nube, y deseó ser roca.
El laminaku lo hizo roca.
Pero, al poco tiempo de ser roca, sintió que le daban unos grandes martillazos, rompiéndole en mil pedazos, y gritó:
—El cantero es el más poderoso, puesto que rompe la piedra en pedazos. ¡Ojalá fuera yo cantero!
El lamiñaku lo hizo cantero de nuevo.
—Tienes una cosa y quieres otra —le dijo—. Ya lo ves, ¡estás igual que al comienzo! Mejor será que, de ahora en adelante, seamos cada uno lo que somos: tú, cantero, y yo, lamiñaku.
El lamiñaku desapareció para no volver, pero el cantero tampoco lo echó en falta, y nunca más volvió a quejarse de su suerte.