LA LAMIA DE OGOÑO
En la cueva de Ogoño, en el pueblo de Elantxobe, en Bizkaia, vivía una laminaku, y nadie podía pasar por delante de ese lugar entre las doce de la noche y las dos de la madrugada. Quienes no habían hecho caso a la advertencia de sus vecinos habían desaparecido, y nunca más se había vuelto a saber de ellos.
Ocurrió que en el pueblo vivía un hombre que tenía una gran pasión por las apuestas. Era un apostador nato, y no pasaba un día sin que hiciese una o más apuestas con amigos o con desconocidos. Sus compañeros se reían de su afición.
—¡Un día vas a perder hasta los calzones por culpa de las apuestas! —le decían.
—O tal vez gane una fortuna —respondía el incorregible apostador.
Sus amigos decidieron gastarle una broma y hacerle una apuesta que no pudiera mantener.
—¡Oye! Te apostamos un ternero recién nacido a que no pasas por delante de la cueva de Ogoño entre las doce y las dos de la madrugada —le dijeron.
El hombre no se lo pensó dos veces.
—¡Acepto! ¡Y tened preparado el ternero!
Echó a andar, seguido a cierta distancia por sus amigos. Hacía ya rato que habían dado las doce de la noche cuando pasó por delante de la cueva y, al instante, le salió la terrible laminaku, la del ojo en la frente.
—¡Ajá! —chilló—. ¡Qué sorpresa tan agradable! ¡No eres joven y tierno, pero me servirás para la cena!
Ya iba a apresarlo y a introducirlo en la cueva cuando el apostador tuvo una idea.
—No me parece mal, señora —dijo con una sonrisa—. Pero, antes, permítame usted que le cuente las penas del lino.
La laminaku lo pensó un momento. Era curiosa por naturaleza, y no tenía mucho con qué entretenerse en aquel lugar. Además, ya había oído hablar antes de las penas del lino, pero no sabía exactamente cuáles eran.
—Vale, vale, cuéntamelas; pero después te comeré, porque hace ya mucho que no pruebo bocado humano y tengo muchas ganas de hacerlo.
El hombre comenzó a contar las penas del lino muy lentamente.
—Primero hay que arrancarlo en la heredad, después secarlo, después ablandarlo en el pozo, después secarlo, después agramarlo, después majarlo con palo o maza, después agramarlo de nuevo con tenazas de madera, después cardarlo, después ponerlo en el huso, después hilarlo, después enmadejarlo, después cocerlo, limpiarlo en el río, después hacer lienzo, coser el vestido, romperlo, limpiarlo en el río...
El hombre seguía hablando despacio, y la laminaku comenzó a ponerse nerviosa.
—¡Bueno, ya está bien! —le interrumpió—. ¡Estas penas del lino están durando demasiado! Ya es hora de que seas mío.
En ese momento, cantó el gallo kukurruku, y la laminaku entró rápidamente en la cueva, al tiempo que decía:
—¡Ah! ¡Gallo rojo nacido en marzo! Me has arrebatado la gran merluza que yo tenía para cenar, ¡El raposo malo te pierda tu ojo rojo izquierdo!
El apostador regresó al pueblo y ganó la apuesta, pero, desde entonces, tuvo mucho cuidado a la hora de aceptar cualquier otra y, por supuesto, no se le volvió a ocurrir acercarse a la cueva de Ogoño durante el resto de su vida.