Ésta es “la leyenda del cazador que, en
castigo a su afición desordenada, corre sin tregua ni reposo por todo el mundo,
acompañado de sus perros, formando parte del inmenso ciclo de cazas aéreas y
nocturnas que figuran en los relatos míticos”, dice J. M. de Barandiaran en su
«Diccionario de mitología vasca».
En la
zona de Tolosa, aunque otros cuentan que sucedió en Ataun y otros en Oiartzun,
vivía hace ya mucho tiempo un cura que tenía a cargo una pequeña parroquia. Sus
ocupaciones no eran muchas, aparte de las normales de su cargo —misas,
bautismos y funerales—, por lo que tenía bastante tiempo libre para dedicarse a
su afición favorita: la caza.
Sus
vecinos y parroquianos le apodaban “Mateo Txistu”, ya que eran de sobra
conocidos los silbidos con los que llamaba a sus perros cuando se preparaba a
salir en busca de alguna presa, y todos comentaban jocosamente la afición del
cura, al que, por otra parte, no se le conocían otros vicios.
Pasaban
los días y las estaciones sin que nada turbase la paz del lugar y la de sus
habitantes. Pero un día, el diablo, que siempre andaba buscando la debilidad en
las almas humanas, se presentó ante Mateo Txistu bajo la apariencia de un
caballero distinguido. Mateo, que no era tonto, enseguida se dio cuenta de
quién era en realidad el elegante señor.
—¿Qué
quieres, malvado? —le preguntó de sopetón.
—¿Yo?
¡Nada! —respondió el diablo, confundido
—Entonces...,
¿por qué estás aquí?
Y
riéndose, Mateo Txistu silbó a sus perros, cogió la escopeta y desapareció de
la vista del diablo internándose en un bosque cercano.
El
diablo se quedó rabiando por haber hecho el ridículo, ya que un cura de pueblo
lo había reconocido. Un diablo avergonzado es muy peligroso, porque su reacción
puede ser terrible. Pasó varios días pensando en la forma de vengarse de la
burla y, finalmente, dio con la fórmula.
Un
domingo, en medio de la misa, una hermosa liebre blanca asomó su hocico por la
puerta de la sacristía donde los perros del cura esperaban a su dueño. En
cuanto vieron a la liebre, los perros levantaron las orejas y comenzaron a
ladrar furiosamente.
Mateo
interrumpió un momento la misa y echó una ojeada hacia la sacristía para
conocer el motivo de tanto alboroto. Cuál no sería su sorpresa al ver a la
liebre plantada en la puerta, invitándole a salir en su busca. No lo pensó dos
veces: dejó la misa, abandonó a los asombrados feligreses, cogió la escopeta y
salió con los perros en pos de la liebre que había escapado campo a través.
Nunca
más se supo de él. No regresó. Sin embargo, desde entonces, muchos son los que
le han oído silbar a sus perros, otros han oído los tristes ladridos y, alguna
que otra noche clara de luna llena, pueden verse con claridad las siluetas del
cura, los perros y la liebre en su eterno vagar.