Una
vez, un joven pastor de Orozko, en Bizkaia, llamado Antxon, andaba por el monte
con su rebaño cuando oyó un canto maravilloso, y quedó tan asombrado que se
olvidó de las ovejas y se dirigió hacia el lugar de donde procedía la voz.
AI
separar unos matorrales vio algo que lo dejó boquiabierto. Sobre una roca
enclavada en medio de un río estaba sentada la joven más hermosa que él jamás
había visto. Tenía el cabello largo y rubio y se peinaba con un peine de oro
mientras cantaba una extraña melodía. Antxon no podía apartar sus ojos de ella.
En eso,
la joven dejó de cantar y dirigió su mirada hacia los matorrales. Al ver a
Antxon se zambulló en el río. Al poco, sacó la cabeza del agua, por detrás de
la roca, se escondió, se asomó..., mientras el muchacho contemplaba, atónito,
el juego. Finalmente, no volvió a esconderse y, abriendo sus grandes ojos
transparentes, preguntó:
—¿Quién
eres?
El
pastor permaneció mudo.
—¿Quién
eres? —insistió la desconocida.
—Antxon,
soy Antxon —respondió al fin—. ¿Y tú?
La
joven se echó a reír y no respondió, zambulléndose de nuevo. El pastor esperó y
esperó, pero, al ver que no salía, regresó al pueblo. Durante unos cuantos días
no salió de casa, y no podía dejar de pensar en la muchacha del río. Por fin se
decidió y otra vez cogió el camino del monte. A medida que se acercaba al
lugar, de nuevo escuchó el canto maravilloso, y se sintió feliz.
La
hermosa joven, al igual que la vez anterior, peinaba sus cabellos rubios sentada
encima de la roca. Al ver a Antxon, dejó de cantar y le sonrió.
—Buenos
días, Antxon —dijo—. Te estaba esperando.
—¿A mí?
—preguntó el pastor, emocionado.
—Sí, a
ti. Acércate, acércate.
Antxon
se aproximó a la orilla, y allí se sentó. Pasaron las horas y ninguno de los
dos hablaba, sólo se miraban.
—¿Te
casarás conmigo? —preguntó la joven cuando el sol comenzaba a ocultarse.
—Sí
—respondió Antxon.
En
señal de compromiso, la joven le entregó un anillo, que él se puso en el dedo
anular.
—Ama,
voy a casarme —le dijo Antxon a su madre cuando volvió a casa.
—Pero,
hijo..., ¿con quién? —preguntó la madre, asombrada, pues no sabía que su hijo
tuviese novia.
—Con la
mujer más hermosa del mundo. Vive arriba del monte, junto al río.
—Pero...,
¿quién es? —insistió la madre.
—La
mujer más hermosa que he visto en mi vida.
—¿Cómo
se llama? ¿Quiénes son sus padres?
—Es la
más hermosa... La más hermosa...
La
madre llegó a la conclusión de que su hijo estaba embrujado. Salió presurosa a
la calle, habló con sus vecinos, con la abuela, con el tío, con el cura...
Todos la aconsejaron de forma distinta: si es bruja, esto; si es lamia, lo
otro; si es extranjera, aquello... Finalmente, el hombre más viejo de Orozko
dio también su opinión.
—Si es
lamia, tendrá los pies de pato —sentenció.
La
madre regresó a casa e hizo prometer a su hijo que miraría los pies a su novia.
Después de mucho insistir, Antxon prometió que así lo haría, que le miraría los
pies a su novia, a su hermosísima novia. De pronto, se apoderó de él un gran deseo
de verla de nuevo, y echó a correr hacia el monte.
Su
enamorada se estaba bañando y jugueteaba con los peces, entraba y salía del
agua como un delfín y su risa era como el sonido de mil cascabeles. Se acercó
silenciosamente, queriendo darle una sorpresa, pero..., ¡ay! ¡Los pies
de su amada no eran como los de todo el mundo!
—¿Estaré
soñando? —se preguntó, incrédulo.
Los
pies de la muchacha parecían patas de pato... ¡Definitivamente eran patas de
pato! Antxon se quedó paralizado por el estupor, y después regresó al pueblo
con el corazón destrozado.
Al
entrar en casa, la madre, que lo estaba esperando, notó que algo extraño le
sucedía.
—¿Y
qué, hijo? ¿Qué ha pasado? ¿Has visto sus pies? —le preguntó con insistencia.
—Son
como los pies de los patos —murmuró el joven.
—¡Es
una lamia! ¡No puedes casarte con ella! ¿Lo oyes? Los humanos no se casan con
las lamias.
Antxon,
presa de una gran tristeza, se metió en la cama y enfermó. La fiebre le hacía
delirar, veía el rostro de su amada y oía su voz llamándole: “zatoz, maitea,
zatoz” (“ven, querido, ven”).
Pero él
nunca volvió, porque murió de pena.
El día del entierro la lamia acudió a la casa de Antxon, se
acercó al lecho, lo cubrió con una sábana de oro y besó sus labios fríos.
Siguió al cortejo hasta la iglesia, pero, como todo el mundo sabe, las lamias
no pueden entrar en las iglesias, y entonces regresó al monte, llorando por su
amor perdido.
Tanto y tanto lloró que, en el lugar donde cayeron sus
lágrimas brotó un manantial que recuerda para siempre el amor imposible entre
la lamia y el pastor.
Toti Martínez de
Lezea. LEYENDAS DE EUSKAL HERRIA