Galtxagorriak, los pequeños genios de calzones
rojos, viven en un alfiletero en número de cuatro. Tienen una fuerza
extraordinaria que emplean al servicio de su dueño. En algunas zonas de Euskal
Herria también se les llama familiarrak o mamarroak.
Entre las diversas formas utilizadas
para conseguir unos cuantos galtxagorris, J. M. de Barandiaran señala que en
Zarautz se creía que podían comprarse en una tienda de Baiona y que, en el
mismo lugar, un boyero apostó a que sus bueyes arrastrarían la piedra de
pruebas más lejos que los demás y, al ver que sus animales flaqueaban, colocó
el alfiletero en el yugo y ganó la apuesta.
En
Zarautz, un pueblo situado en la costa de Gipuzkoa, vivía un hombre, pobre como
una rata y con muy mala fortuna, pues fracasaba en todo lo que emprendía. Si
plantaba tomates, llovía y se pudrían; si compraba una hermosa vaca, enfermaba
y moría; la novia con la que iba a casarse lo dejó plantado para casarse con
otro..., y así continuamente.
Desesperado
y sin saber qué hacer para desterrar su mala suerte, fue a ver a una vieja que
vivía en una chabola a las afueras del pueblo y que, según opinión popular, era
bruja o poco le faltaba para serlo, pues se le atribuían poderes ocultos
capaces de obrar mil maravillas. Nuestro hombre, al que llamaremos Peio, le
contó sus penas, y la vieja mujer le recomendó que fuese a Baiona y comprase en
una tienda muy especial un alfiletero con cuatro galtxagorris
que harían que su
vida cambiara.
Peio
emprendió el viaje ese mismo día y, al llegar a Baiona, buscó la tienda y pagó
media onza de oro por uno de los alfileteros mágicos. El vendedor le recomendó
que tuviera a los pequeños genios siempre ocupados en alguna labor, pues, sin
trabajo, los galtxagorris se volvían muy molestos.
Regresó
el hombre a Zarautz y comenzó a probar los poderes de los diminutos personajes
vestidos con calzones rojos. Primero les ordenó sembrar el campo, y así lo
hicieron. Antes de que Peio se hubiera dado cuenta, habían acabado el trabajo,
y estaban pidiendo más.
—¿Qué
quieres que hagamos? —preguntaron.
Les
ordenó podar los árboles, y en un plis-plas podaron todos los manzanos.
—¿Qué
quieres que hagamos? —preguntaron de nuevo.
Peio
les ordenó arreglar el tejado y también las paredes, abrir un pozo, cortar
leña, reunir el ganado, moler el trigo, ordeñar las vacas y hacer quesos.
Antes de acabar el día, los pequeños genios habían realizado
todos los trabajos del caserío.
—¿Qué
quieres que hagamos? ¿Qué quieres que hagamos?
Repetían sin cesar su pregunta, pero Peio ya no sabía qué
más encargarles. Daba vueltas y vueltas al problema, pero no se le ocurría
nada. Entonces, los cuatro galtxagorris comenzaron a
trabajar al revés: sacaron todas las semillas que habían sembrado, colocaron de
nuevo las ramas en los árboles, quitaron todas las tejas del tejado, taparon el
pozo, juntaron la leña en troncos, dispersaron el ganado y se bebieron la
leche.
El
hombre estaba desesperado, no sabiendo cómo detenerlos. Finalmente, los llamó.
—¡Eh!
¡Ahora quiero que me traigáis agua en esto!—les ordenó, dándoles un cedazo para
pasar la harina.
Los galtxagorris intentaron
cumplir la orden, pero el agua se escapaba por los agujeros.
—Nos
has ordenado algo que no podemos hacer —le dijeron al cabo de varias
intentonas—, por lo tanto nos vamos, y no nos volverás a ver.
Dicho
lo cual desaparecieron, y Peio llegó a la conclusión de que era mejor seguir
con su mala suerte que estar dando órdenes el resto de su vida.
Martinez de Lezea, Toti - Leyendas de Euskal Herria