Las
lamias solían pedir, de vez en cuando, algunos favores a los seres humanos, y
éstos eran recompensados con generosidad por ellas.
Una
vez, cerca del pueblecito de Yabar, en la zona de Ultzama, en Nafarroa, una
lamia se encontraba a punto de dar a luz, y sus compañeras fueron en busca de
la comadrona de la localidad para que la ayudara en el parto. La comadrona se
trasladó a la morada de las lamias e hizo su trabajo limpiamente y a
satisfacción de las mismas.
Felices
con el resultado, una preciosa pequeña lamia, las lamias la invitaron a comer
unos manjares exquisitos a los que la buena mujer no estaba acostumbrada. Todo
parecía mejor, más sabroso, incluso el pan era más blanco. No pudiendo
resistirse, la comadrona cogió un trozo de pan y se lo guardó en un bolsillo
para que su familia también pudiera probarlo.
Acabada
la comida, las lamias le entregaron una rueca y un huso de oro.
—Acepta
estos regalos —le dijeron— como agradecimiento por la ayuda que has prestado a
nuestra compañera. Con ellos obtendrás un hilo tan fino y a la vez tan fuerte
que no tendrá parecido, y podrás crear los tejidos más maravillosos del mundo.
Pero también queremos advertirte algo: una vez que hayas salido de esta casa no
debes volver la vista atrás ni una sola vez. ¿Has entendido?
La
comadrona les aseguró que así lo haría e intentó levantarse de la silla para
regresar a su casa, pero no pudo. Por mucho que se esforzó, parecía estar pegada
al asiento.
—¿Has
tomado algo de nuestra casa que no te pertenezca? —le preguntaron las lamias.
Ella
iba negarlo cuando se acordó del pan blanco que tenía en el bolsillo y lo sacó.
—Nadie
puede salir de aquí llevándose algo que nosotras no le hayamos dado —le
informaron las lamias.
La
comadrona pidió disculpas y se fue presurosa con la rueca y el huso de oro
debajo del brazo. Iba a cruzar el puente que separa Laminetxea, la casa de las
lamias, del pueblo cuando, olvidándose de las recomendaciones, se le ocurrió
mirar hacia atrás y, al instante, desapareció el huso de oro.
Agarrando
la rueca con fuerza, echó a correr hacia el pueblo. Al llegar, su curiosidad
pudo más que su deseo y, cuando ya tenía un pie dentro y otro fuera de la casa,
miró de nuevo atrás, y la rueca de oro también desapareció.
Las
lamias nunca más volvieron a reclamar sus servicios y, por lo tanto, no tuvo
otra oportunidad para recuperar los valiosos regalos.
Toti Martínez de Lezea.
LEYENDAS DE EUSKAL HERRIA