En
Urkiza, cerca de Peñacerrada, en Araba, tenía lugar todos los martes del año un
aquelarre al que asistían todas las brujas y brujos de la comarca, e incluso de
más lejos. Los brujos se untaban con un ungüento especial y diciendo las
palabras mágicas: “Sasi guztien gainetik, hodei
guztien azpitik” (por encima de las zarzas, por debajo de las
nubes) volaban por los aires hasta llegar al prado donde tenía lugar el
festejo. Allí bailaban al son del txistu y del tamboril hasta el amanecer y,
antes de que cantase el gallo, regresaban de nuevo a sus casas.
El
mismísimo diablo estaba presente en algunas ocasiones. Tenía la forma de macho
cabrío, con unos enormes cuernos y una barba puntiaguda; su olor era apestoso,
y podía notarse a varios kilómetros de distancia. Cuando Gaizkine, el diablo,
aparecía en el aquelarre, todos los asistentes debían besarle el trasero en
señal de respeto.
Un buen
día, Petraliñ, una bruja veterana, le echó el ojo a una joven muy bonita,
llamada Dominika; ni corta ni perezosa, comenzó a hablarle sobre las ventajas
que tenía ser una buena bruja.
Al
principio, Dominika se resistió. Aquello de ser bruja no le parecía muy interesante.
Al fin y al cabo, no creía que una reunión de viejos locos fuera algo tan
extraordinario, pero Petraliñ le explicó todo lo que podría hacer siendo una
bruja.
—Podrás
convertirte en asno, en cerdo, en gato, en perro o en mosca...
—Pues,
¡vaya! —replicó Dominika—. Me gustaría más poder convertirme en cisne, en garza
o en águila real...
—Podrás
lanzar un begirao (mal de ojo) a quien te moleste...
—Preferiría
echarle el ojo a Martín, el de Goikoetxea, que siempre anda detrás de todas las
mozas...
—Podrás
viajar a donde quieras en pocos segundos... —insistió la Petraliñ.
—¡Ah,
mira! Eso ya me parece mejor.
Por fin consiguió la vieja bruja convencer a Dominika para
que la acompañase al aquelarre, y allí se presentaron las dos, después de
haberse untado con el ungüento y haber dicho las palabras mágicas.
El
prado estaba repleto de brujas y brujos que bailaban alrededor de grandes
hogueras. Había un enorme bullicio y, en medio de todos, sobre un altar de
piedra, un macho cabrío negro como la noche más negra.
La
vieja explicó a la joven lo que tenía que hacer si quería ser una bruja y
llevar la marca del sapo en lo blanco de su ojo izquierdo. Las dos se pusieron
en la cola para besar el trasero del diablo y, cuando les llegó el turno,
Petraliñ presentó a la aspirante.
—Ésta
es Dominika de Urkiza.
El
diablo se giró y la miró con sus terribles ojos rojos. Luego, dijo con una voz
de trueno:
—¡Petraliñ
nos ha traído una nueva compañera!
Todos
aplaudieron, y la pobre Petraliñ sintió que aquél era el día más feliz de su
vida.
El
diablo levantó el rabo y esperó a que Dominika cumpliese el rito del
acatamiento, pero la joven exclamó:
—¡Dios
mío! ¡Qué culo más sucio!
Se hizo
un silencio, seguido de un enorme griterío que se escuchó en toda la región;
después..., nada.
Todos
habían desaparecido. Dominika se encontró sola en medio del prado, echó a
correr y no paró hasta hallarse metida en su cama.
A la
mañana siguiente se encontró con Petraliñ, que iba en dirección contraria;
pero, nada más verla, la vieja cambió de acera y ni la miró al pasar a su
altura.
La
vieja bruja no le había advertido que jamás, jamás debía pronunciar la palabra
“Dios” en presencia del diablo.
Martinez de Lezea, Toti - Leyendas de Euskal Herria